Yukio Mishima y el fisicoculturismo en Japón

04.03.2019

Imagen binaria de Mishima

Yukio Mishima construyó una doble imagen pública de sí mismo: por un lado era un literato reputado internacionalmente, admirado por su potente narrativa, por el sabio uso de las palabras, como decía Kawabata. Pero, por otro lado, era un personaje público histriónico y estrambótico que intervenía como actor en películas de gangsters, que hacía proclamaciones y soflamas políticas extemporáneas, que se enfrentaba a toda la intelectualidad japonesa, que criticaba abiertamente la decadencia de los Estados Unidos, que estaba en contra de la deriva occidentalista en que se sumió Japón tras la Segunda Guerra Mundial, que escandalizaba a la pacata población japonesa interviniendo en obras de teatro semiobscenas, etc. 

Representaba en sí mismo, en su cuerpo, al que pretendía elevar a la categoría de obra de arte, las contradicciones del hombre moderno. Tenía la sensibilidad del hombre contemporáneo con dificultad para percibir su propia existencia. En su cuerpo bodybuilder se simbolizaba el malestar de una sociedad como la japonesa, atravesada por sus propios traumas y contradicciones. Al conocer muy bien las ideas y los valores occidentales, supo trasladarlos al Japón, un país que nunca tuvo como valor la glorificación del cuerpo desnudo, y menos aún del cuerpo musculado.

Mishima era un personaje especial en el Japón de los años sesenta del siglo pasado,[1] una figura y una referencia para parte de la juventud japonesa que añoraba un idílico y periclitado Japón de los samuráis, una ensoñación reaccionaria en una época de desconcierto social y cultural para un Japón sometido al control de la potencia vencedora de la guerra. El trauma que supuso la pérdida de la guerra no fue superado por esa parte de la población de valores e ideas derechistas en cuanto tradicionalistas, y que había idealizado a los antiguos guerreros samuráis y lo que ellos representaban en la sociedad feudal japonesa. Había que salir de la realidad y la mejor forma era el pasado, pero el pasado era feudal y fundado en el vasallaje, en el que supuestamente había guerreros que, a modo de caballeros andantes, daban su vida por grandes y nobles ideales. El samurái, en cuanto caballero andante, era una metáfora distópica del pasado idealizado al que se acudía en busca de consuelo ante la terca realidad occidentalizante. Mishima, desde este punto de vista, era un samurái distópico, o dicho de otra manera: era un tipo fuera de lugar y de tiempo, un personaje como los superhéroes, con dos caras: una de ellas un intelectual, y la otra un producto puramente de cultura de masas.

Su verdadero nombre era Hiraoka Kimitake. Nació en Tokio, en 1925. Pertenecía a una familia burguesa media, no procedía de la nobleza, pero decía que descendía directamente de los samuráis, cosa que no está probado y que más bien era una historia apócrifa. Para sus ideas tradicionalistas y derechistas le parecía más presentable tener ancestros feudales nobles que meramente de clase media urbana. Este es precisamente un primer referente típicamente kitsch que encontramos en Mishima: el invento sobre el supuesto pasado nobiliar como ensoñación de una burguesía urbana de clase media.[2]

Durante la Segunda Guerra Mundial trabajó en una fábrica aeronáutica, tras ser desestimado en la guerra como piloto suicida (kamikaze). Parece que nunca superó este rechazo, y sobrevivir a una guerra en la que habían muerto tantos compatriotas se convirtió para él en un trauma. Parecía que tenía una culpa que expiar, una culpa que tenía que superar mediante un acto extraordinario ante sus compatriotas, que habían olvidado los supuestos altos ideales que habían llevado a aquellos jóvenes japoneses a dar su vida por el Emperador.

Mishima estuvo muy influenciado por el tradicionalismo japonés, una corriente cultural y política que ponía especial énfasis en la unidad del Japón y en la preservación de sus valores culturales, y que servía de apoyo a la ideología nacionalista que dominaba el mundo literario de los años de la guerra. Pero su bagaje no se quedaba en el reducido territorio literario japonés pues también conocía a la perfección la literatura occidental, de la que era un gran seguidor.[3]

Confesiones de una máscara. La idea de Mishima sobre la construcción de la carne

En junio de 1949 publicó una obra de capital importancia para entender la psicología de Mishima: Confesiones de una máscara, obra semiautobiográfica que consiguió un fulgurante éxito y que supuso su definitiva consagración en el mundo literario japonés e internacional. El tema (la confesión por el protagonista de su homosexualidad al mismo tiempo que le comienzan a atraer ideas oscuras sobre la muerte, la sangre y el masoquismo) provocó división de opiniones entre la crítica literaria de Japón, pues representaba una novedad en la literatura japonesa que muchos no supieron cómo encajar. Es la historia del camino espinoso interior del protagonista a través de los recuerdos de su primera infancia hasta las fantasías sexuales de la adolescencia, y del lento proceso de toma de conciencia de su diferencia y de su incapacidad de amar al sexo opuesto. A raíz de esta y otras obras autobiográficas, hay unanimidad en pensar en la homosexualidad encubierta de Mishima. Tal como afirma Vallejo-Nágera (1978:68): «Al enfrentarme por primera vez con Mishima como "historia clínica", me extrañó esta exposición al público de intimidades suyas y de toda la familia; y que su madre, primer lector de todo lo escrito, aceptase sin protesta la publicación. Como los datos de edad, fechas, relación entre los miembros de la familia, destino del padre, colegio, servicio militar, etcétera, son todos exactamente los de Mishima y su familia».

Fue un amante y practicante del físicoculturismo. En realidad, el físicoculturismo en Japón era y es un fenómeno un tanto extraño. Es un deporte espectáculo muy occidental que los japoneses no entienden del todo bien, especialmente en aquellos años. Bien es cierto que ahora es practicado por muchos japoneses, habiendo incluso un físicoculturista de nivel internacional (Hidetada Yamagishi), pero no es un fenómeno fácil de asimilar en una cultura tradicionalista japonesa. Por eso es curiosa la auténtica pasión con la que Mishima se echó en brazos de esta disciplina deportiva y estética, si bien es cierto que la combinaba con otras típicamente japonesas, de artes marciales como el kendo.[4]

La atracción por el físicoculturismo hay que entenderla desde distintos puntos de vista en el caso de Mishima. Primero de todo, a través del físicoculturismo Mishima pudo dar rienda a sus deseos homoeróticos, pues ya hemos visto que el físicoculturismo desde las primeras exhibiciones que diera Sandow ha servido para ello. El entorno físicoculturista japonés, únicamente masculino en entornos gimnásticos donde impera la camaradería entre hombres, era bien acogido por Mishima, que conseguía un entorno socialmente aceptado en el que desarrollar su gusto homoerótico. Pero ese hecho no era el único, ni quizá fuera el más importante. El físicoculturismo supone para Mishima el acogimiento de un fenómeno occidental, lo cual en absoluto es contradictorio con su pensamiento tradicionalista, puesto que Mishima era en realidad un ciudadano internacional, de gustos occidentales y orientales, que conocía produndamente la cultura occidental, a la que respetaba y amaba. El físicoculturismo, desde esta perspectiva, le aportaba algo que las artes marciales japonesas no le daban: un cierto sabor occidentalizante pero que podría ser camuflado bajo grandes soflamas tradicionalistas del culto al cuerpo. El físicoculturismo, por otra parte, supone acoger un punto de transgresión en Mishima al cual tampoco renunció, pues Mishima quiso crear de sí mismo un personaje, una máscara, que era diferente a su verdadera personalidad retraída y apocada, una máscara fácilmente entendible por las masas. Mishima encontró en el físicoculturismo una forma de epatar, de asombrar con su imagen, de modo que su verdadera personalidad quedara tapada con músculos y más músculos. El físicoculturismo permitía a Mishima aparecer como un personaje transgresor, epatante, pero ocultando su verdadera personalidad, como un superhéroe de carne y hueso que fuera el Mr Hyde de aquel muchacho retraído que en realidad había sido. Este aspecto kitsch del físicoculturismo fue sabiamente utilizado por Mishima, lo que le permitía tener acceso a un público diferente, más amplio, más popular, que el que inicialmente leyera sus novelas, excesivamente esteticistas. Además, el físicoculturismo, con su mensaje oculto asumido por superhéroes del cómic, permitía a Mishima transmitir mensajes de forma subrepticia: Mishima se presentaba como un superhéroe, pero sin decir que era un superhéroe. Obviamente, Mishima no se dejaría fácilmente adivinar su juego de máscaras, y hablaría de grandes ideales y tradiciones para ocultar su nuevo aspecto. En eso era lo suficientemente inteligente para no quitarse las máscaras que escondían su naturaleza socialmente transgresora, sexualmente homoerótica.[5]

El Sol y el Acero. La idea de Mishima sobre la tragedia de la carne

El Sol y el Acero (1968) es un breve libro de memorias escrito precisamente sobre el físicoculturismo y el entrenamiento físico.[6] Vemos aquí, en lo que ahora a nosotros interesa, que el mensaje de Charles Atlas, que ha definido la identidad en el físicoculturismo, al menos hasta los años noventa con la aparición las mujeres físicoculturistas y de Bob Paris y la reivindicación homosexual, es un mensaje que también es asumido e irradiado por Mishima: el físicoculturismo sirve para convertir a adolescentes retraídos en hombres viriles de comportamiento heterosexual. El físicoculturismo es un camino, una disciplina, una iniciación y una redención que se logra mediante un martirologio corporal que conlleva una tranmutación corporal que es tanto de contenido personal como social, por tanto de naturaleza histórica. El físicoculturismo, pues, es un fenómeno de transformación histórica a través del cambio corporal individual. Mishima asume, por ello, la naturaleza dialéctica del cuerpo, donde presentan batalla un feroz individualismo y un no menos feroz control social. Mishima no reniega de esa naturaleza dialéctica y pretende sacar provecho de la misma en sus reivindicaciones estéticas, sociales, culturales y políticas, equiparando la fuerza y el vigor físicos con la altura moral del individuo. En El Sol y el Acero equiparaba la fuerza física con el heroísmo: decía que el cinismo que considera ridículas todas las formas de heroísmo es una muestra de la existencia de un complejo de inferioridad física. Las palabras de desprecio hacia el héroe siempre se pronuncian por alguien que no puede ser considerado físicamente adecuado para asumir el papel de héroe. El cinismo es siempre atribuible a aquellos que tienen músculos fláccidos o sobrepeso, mientras que un generoso heroísmo y el nihilismo están conectados a los músculos bien entrenados.

Al respecto, Mishima dijo: «¿Cómo es posible denominar "hombre de acción" a quien por su trabajo de presidente en una empresa hace ciento veinte llamadas telefónicas diarias para adelantarse a la competencia? ¿Y es tal vez un hombre de acción el que recibe elogios porque aumenta las ganancias de su sociedad viajando a países subdesarrollados y estafando a sus habitantes? Por lo general, son éstos despojos sociales los que reciben el apelativo de hombres de acción en nuestro tiempo. Revueltos entre esta basura, estamos obligados a asistir a la decadencia y muerte del antiguo modelo de héroe, que ya exhala un miserable hedor. Los jóvenes no pueden dejar de observar con disgusto el vergonzoso espectáculo del modelo de héroe, al que aprendieron a conocer por las historietas, implacablemente derrotado y dejado marchitar por la sociedad a la que deberán pertenecer algún día. Y gritando su rechazo a semejante sociedad en su conjunto, intentan desesperadamente defender su pequeña divinidad.» (Introducción a la filosofía de la acción).

Esta idea del hombre de acción reaparece en muchos de los escritos y actividades de Mishima. Como idea no está mal, pero hay que tener en cuenta que para llegar a poseer un cuerpo escultural por medio hay un empinado y doloroso camino. Debían ser otros los motivos profundos los de Mishima para empezar a recorrer ese camino. «Como tantos otros que no han tenido infancia, satisface de adulto los deseos reprimidos de la niñez, lo que da lógica, al menos subconsciente, a un comportamiento absurdo. Hemos de acostumbrarnos a aceptar que una persona tan compleja como Mishima no actúa por una sola motivación, consciente o inconsciente, sino por todo un laberinto de ellas» (Vallejo-Nágera, 1978:65).

Tenía un enfermizo deseo de ser conocido por las masas y considerado como un hombre de acción (deseo eminentemente kitsch, precedente del fenómeno kitsch de los fans, que nació con las revistas beefcake de cine de los Estados Unidos en los años treinta, con Douglas Fairbanks, Rodolfo Valentino y Ramón Novarro, y de ahí se irradiaría por todo el mundo en distintos formatos y medios hasta nuestros días). En el último mes de su vida, teniendo ya planificada la fecha de su muerte, Yukio Mishima presentó una exposición conmemorativa de su carrera literaria en una tienda en Tokio. Organizó la exposición mediante el uso de la metáfora de los cuatro ríos de la vida: «escritura», «teatro», «cuerpo», y «acción». Los primeros dos ríos se refieren a la carrera de Mishima como novelista. El río «cuerpo» es la pasión de Mishima por el físicoculturismo y la forma en que la actividad cambió la conciencia de su vida anterior. El río de la «acción» aborda la conciencia de Mishima como un moderno samurái. Mishima sintió la necesidad de desprenderse de la sensibilidad que le había ayudado a escribir muchas de sus obras anteriores, como la mencionada Confesiones de una máscara, porque en estas obras el autor se había colocado aparte del resto de hombres y había sido contaminado por el poder corrosivo de las palabras.

Mishima confiesa en El Sol y el Acero que era consciente de las palabras antes de serlo de la «carne» y que la conciencia de la carne sólo vendría muchos años después. Las palabras eran un reemplazo para el cuerpo físico que siempre quiso tener. El ideal de belleza heroica siempre se le había escapado y es por eso que había perseguido la belleza en las palabras. Pero según Mishima el ideal de que una belleza de las palabras busca recrear es en el mejor de una imitación del mundo real, donde la belleza del cuerpo del héroe es la cosa real. A lo largo de la mayor parte de su vida Mishima se negó a entender que el mundo del cuerpo y el mundo de las palabras se intercambiaban.

En El Sol y el Acero Mishima explica cómo el cuerpo era en un principio para los japoneses de importancia muy secundaria. La cultura japonesa no es una cultura corporal, de ahí el lugar mitológico y cultural que tiene el suicidio, mucho más común que en la mitología y en la cultura occidental. El suicidio en la cultura japonesa extrañamente no es una forma destrucción del cuerpo, sino una forma de redención social, de limpieza frente a la vergüenza social. En la dialéctica cuerpo-sociedad en el Japón la sociedad ha triunfado de una manera que apenas hay dialéctica, siendo prueba de ello que el cuerpo decae frente al poder social en la cultura tradicional japonesa. No hay en la mitología japonesa ni bellos Apolos ni bellas Venus. En la antigua Grecia el cuerpo fue considerado una realidad hermosa. Platón dijo que al principio es la belleza física la que nos seduce y nos atrae, pero luego a través de él podemos distinguir el encanto mucho más noble: el cuerpo humano, entonces, es una metáfora de algo que trasciende lo físico, que va más allá de la mera apariencia. Esta idea no existe en la cultura tradicional japonesa.

En Japón, los amantes de las artes marciales consideran el ejercicio de estas disciplinas absolutamente ajeno al embellecimiento del cuerpo, como una especie de triunfo de los valores espirituales y morales, no meramente corporales. Una visión del cuerpo que, según critica Mishima, habría cambiado por completo desde la última Guerra Mundial, debido a la influencia estadounidense.

El budismo siempre ha repudiado el mundo empírico, empequeñeciendo el cuerpo y todo lo que suponga una adoración del mismo en detrimento de la inspiración espiritual. El budismo concibe el cuerpo de forma transitoria y por tanto adjetiva al espíritu. Esa influencia budista caló en la cultura japonesa. Para los japoneses, la belleza no es algo meramente físico o corporal, pues está delineada por las características de un rostro, un estado de ánimo particular, la elegancia de la ropa, de la caída de las hojas de un almendro en otoño, de una sonrisa, de un gesto, de una bonita caligrafía... Es una belleza típicamente espiritual, no basada en aspectos corporales como ocurre en la identificación de la belleza en Occidente, muchas veces asociada al cuerpo humano, en muchas ocasiones desnudo, por influencia grecorromana y renacentista. Ese ideal japonés de belleza espiritural encontraba en el cuerpo femenino su única aceptación a la belleza física, y así, mientras el cuerpo masculino en la cultura japonesa se considera como una realidad que ocultar bajo corazas y ropajes, el cuerpo de la mujer es objeto de elogios: inicialmente predominaba la belleza saludable y mujeres de grandes pechos sensuales, de campesinado fresco y robusto que idealizaba lo bello-fértil para, a continuación, pasar a una concepción de un canon del cuerpo femenino más delicado y refinado que idealizaba lo bello-estético. Los hombres de poderosos músculos eran considerados obreros, trabajadores modestos; los llamados samuráis eran invariablemente individuos delgados pero con músculos fuertes y fibrosos. Esa simbología músculos-trabajadores también se dio en Occidente, aunque Eugen Sandow logró romperla a finales del siglo XIX al presentar un cuerpo musculado pero no tosco y, sobre todo, al presentar una simboloía muscular en la que no existía ningún mensaje social, cultural ni económico, pues Sandow logró crear una ficción que dejaba en manos del espectador, para que vieran en aquel cuerpo fuerte lo que quisieran ver, desde un guerrero, un militar, un objeto voyeur o un deportista exitoso, lo que quisieran. El samurái no era volumétrico, era estilizado, y reafirmar la belleza viril del cuerpo desnudo requeriría un ejercicio vigoroso, pero la hipertrofia era típica de otros ámbitos menos nobles y era mal vista por tanto por las élites tradicionalistas.

Mishima señala que no por estar dotado de un físico hermoso se han de tener buenos valores espirituales, y cita a este respecto la versión griega de una máxima (de los que conocemos la versión latina de Juvenal, o mens sana in corpore sano), que considera incorrecta. Había que construir un espíritu igualmente hermoso. El cuerpo y el espíritu debían embellecerse con diferentes herramientas, unas materiales y otras espiriturales, buscando un equilibrio entre ambos.

En realidad, aunque la idea rondara durante mucho tiempo por Mishima, parece que el momento desencadenante es más mundano. En el documental Yukio Mishima and the bodybuilding (ver videografía) su amante transexual relata que estando ambos en un gay club bailando una noche (sigue habiendo biografías que extrañamente dicen que Mishima era habitural de los bares gay pero que tan solo se limitaba a mirar), hizo un comentario despectivo sobre lo pequeño que era Mishima como acompañante de baile. En ese momento, éste se puso pálido y le contestó que eso era lo peor que le podían decir, y que a partir de entonces se dedicó con ahínco, hasta su muerte, a la práctica del físicoculturismo.

Luego de construirse el cuerpo que él quería, se sintió impulsado a exhibirlo, incluso contratando fotógrafos que le ayudaran en esa tarea. Ese era el siguiente paso, en el que deja constancia de su naturaleza exhibicionista. Se hizo retratar en las poses más extrañas: como un San Sebastián atravesado por flechas, ahogándose en arenas movedizas, atropellado por un camión o con un hacha en la cabeza, con su cuerpo desnudo al sol... También en fotos en que aparecía semidesnudo, ensimismado, fingiendo abrirse el vientre con una espada. A esa serie de fotografía le denominó con el significativo título de Hombre en la Muerte.

La idea central de El Sol y el Acero es la definición de Yukio Mishima de la «tragedia». Mishima describe la tragedia como «una sensibilidad promedio se toma momentáneamente a sí misma por una nobleza privilegiada que mantiene a los demás a distancia. De ello se desprende que el que utiliza las palabras puede crear tragedia, pero no puede participar en ella. Es necesario que la nobleza privilegiada encuentre su fundamento en el coraje físico.» El héroe trágico según definición de Mishima es «el hombre de acción». «Los hombres de acción» impresionan a Mishima. Los samuráis, los soldados, los príncipes en la batalla... todos tenían el poder de disparar su imaginación en su infancia. Mishima confesó que tenía una fuerte aversión por las personas que él consideraba ser demasiado intelectuales. El Sol y el Acero y Confesiones de una máscara forman un poderoso documento autobiográfico sobre el propio Yukio Mishima. En muchos aspectos los dos libros se complementan entre sí. Confesiones de una máscara trata de los primeros treinta años de vida de Mishima.

El escritor
El escritor

Mishima y la muerte ritual del cuerpo bodybuilder

Durante los últimos diez años de su vida, Mishima estuvo obsesionado con el físicoculturismo y la actividad física. Todos los días realizaba un riguroso programa de levantamiento de pesas junto con el boxeo y el kendo (una forma de esgrima con varas de bambú). Su homosexualidad latente y manifiesta en sus novelas chocaba con lo que él consideraba su código de honor: el de los samuráis. Lo que ocurrió, su trágica (y algo kitsch) y exhibicionista muerte, está descrito en El Sol y el Acero. El hombre que emerge de las páginas del libro es muy capaz de hacer lo que Mishima hizo en el último día de su vida, apareciendo como alguien muy diferente del narrador de Confesiones de un Máscara. La máxima de que como la noche precede al día, él debería convertirse en un hombre de acción, fue la consecuencia lógica de los últimos diez años de su vida y el producto de la forma de vida que había abrigado. De alguna forma, Mishima sentía que estaba viviendo la vida de un samurái. Se sometió de forma agotadora a la autodisciplina físicoculturista además de todas las obligaciones que su carrera como escritor y sus otras ocupaciones públicas y privadas conllevaban. A pesar de que no llegó a la idea de la muerte de un samurái como suicidio hasta el final de 1966, se había estado moviendo en esa dirección desde mediados de 1950, con ideas inequívocamente suicidas. «...Además de buscar la armonía de una mens sana in corpore sano... desde la infancia siento en mi un impulso romántico hacia la muerte; pero un tipo de muerte que requiere como un vehículo un cuerpo de perfección clásica... una figura trágica y poderosa con músculos esculturales es requisito imprescindible para una muerte noble y romántica», dijo en El Sol y el Acero. Para él, los músculos son a la vez fuerza y forma, «y este concepto de una forma que envuelve a la fuerza es la síntesis perfecta de mi idea de lo que debe ser una obra de arte; así los músculos que iba desarrollando eran a la vez existencia y obras de arte».

A finales de 1966, su objetivo de vida se había convertido en adquirir la totalidad de los atributos de un guerrero. Desde hacía años Mishima había estado buscando sin éxito por lo que él llamaba su «proyecto de vida», o, en otras palabras, una forma de poner fin a su vida de una manera consistente con sus creencias; como un guerrero de bello cuerpo enamorado de su propia muerte. Mishima debía morir como los héroes trágicos que él admiraba. Cree que para morir como un héroe, el héroe tenía que estar por encima de todo joven y tenía que morir como resultado de valor y coraje. Físicamente su cuerpo era de mediana edad y se dio cuenta de que si no actuaba pronto sería otro anciano más. La belleza de la muerte emanaba de la belleza del cuerpo muerto. El cuerpo muerto era el cuerpo del héroe, y el mito del héroe muerto quería que lo acogiera a él, irrandiando su mensaje último de redención popular: muerto el héroe de bello cuerpo, quedaría siempre la imagen de su cuerpo como fenómeno de identificación e integración social. El héroe muerto es uno de los mitos más poderosos de transformación social y política, y Mishima lo utilizó. Poco después de 1966 dice que encuentra los orígenes de su «proyecto de vida» en una vieja práctica samurái conocida como «bunburyodo», que se traduce como «la doble vía de la literatura y la espada», es el proceso por el cual se espera que samurái cultivar tanto las artes marciales como las literarias en una proporción equilibrada. En realidad, la mayoría de los samuráis fueron incapaces de cumplir con este objetivo de forma rigurosa, pero siempre se consideró como un ideal.

Mishima tenía una idea muy clara de lo que sería su forma de «bunburyodo». Centró gran parte de su atención y energías en terminar su proyecto literario, el conjunto de cuatro libros El mar de la fertilidad. En 1966 todavía estaba escribiendo el primer volumen del libro. Igualmente buscó la manera de realizar su objetivo final de «morir como un auténtico samurái» o como un «hombre que lucha» o como un «culturista del alma»... Poco después solicitó permiso para comenzar el entrenamiento en una de las bases militares del Japón. Mishima comenzó a entrenar en 1967, el mismo año en que formó su ejército privado. Por fin había comenzado la parte militar de su «proyecto de vida».[7]

Su muerte fue, como su vida, llena de excesos. Vestido con uniforme paramilitar (ejemplo clásico de la cultura popular en su aspecto más kitsch: la imitación de los uniformes militares) y al mando de un pequeño ejército de unos cuantos acólitos, trató de arengar a las tropas de un cuartel, esperando que se alzasen en armas contra el Gobierno pro occidental. Al no conseguirlo, se refugió junto a sus acólitos en el despacho de un general y se suicidó al estilo tradicional japonés: abriéndose el vientre con una katana y, inmerso en un dolor insoportable, cortándole su cabeza su más admirado y querido amigo. Vallejo-Nágera (1978:201) lo describió así: «El escritor, arrollidado, da tres nuevos vivas al Emperador. Tras una inspiración profunda contrae la musculatura del tórax. El grito seco y gutural se difumina en el silencio del cuartel. La daga entró a fondo y cruzó rápidamente el abdomen empujada por una fuerza y una voluntad hercúlea. La sangre sale a borbotones acompañando las entrañas. Cuando en un último esfuerzo Mishima logra llegar al lado derecho, cae hacia delante. Morita ha esperado demasiado, la posición ya no es adecuada. Resulta muy difícil decapitar la cabeza de un cuerpo caído. La punta de la espada tropieza contra el suelo, y el cuello profundamentae herido no se secciona. Pálido y sudoroso Morita titubea. "¡Otra vez!", gritan a su espalda los compañeros. Nuevamente desciende la espada abriendo una terrible herida en el cuello y hombros. El cuerpo de Mishima yace convulso sobre sus propios intestinos. Fracasa un tercer golpe. Temblando y desarbolado entrega la katana a Furu Koga. Éste, hábil esgrimidor, corta limpiamente la cabeza de Mishima».

Quiso que esta muerte epatante conmoviera la conciencia dormida del pueblo japonés, pero apenas consiguió nada, salvo ser noticia de primera plana a nivel mundial, ante el interrogante general de por qué un escritor joven que estaba en lo mejor de su vida y de su carrera profesional, admirado por todo el mundo, por occidentales y por orientales, por todas las clases sociales, por hombres y por mujeres, con tan buena forma física como exhibía sin rubor, había acabado con su vida de esa manera, con la cabeza en un cubo.

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[1] Es en los años sesenta había alcanzado fama mundial un escritor japonés extraño y amante del físicoculturismo: Yukio Mishima. De él dijo el galardonado con el Nobel Y. Kawabata lo siguiente: «No comprendo cómo me han dado el premio Nobel a mí existiendo Mishima. Un genio literario como el suyo lo produce la humanidad sólo cada dos o tres siglos. Tiene un don casi milagroso para las palabras». Curiosamente, Kawabata acabaría de la misma forma que Mishima, suicidándose en 1971.

[2] Fue un autor prolífico pues, a pesar de morir a los cuarenta y cinco años, escribió más de veinte novelas, decenas de piezas teatrales y numerosos cuentos, poemas, artículos y ensayos. Trabajó sobre los aspectos más oscuros y contradictorios de las pasiones humanas como nadie hasta entonces lo había hecho en Japón, lo cual contrasta con la delicadeza y contención de su estilo de escritura. Independientemente de lo que digan los críticos, lo cierto es que la literatura japonesa fue conocida mundialmente gracias a este escritor, que abrió el camino para otros escritores como el mencionado Kawabata, Natsume Sōseki, Ryunosuke Akutagawa, Soseki o Haruki Murakami.

[3] Su primer trabajo extenso, El bosque en flor, fue publicado en 1941. Una característica de esta obra, como de El cigarrillo (1946), Ladrones (1946-1948) y de otras que escribió en el período de la Segunda Guerra Mundial y en los años inmediatamente posteriores, es el total alejamiento de la realidad trágica de la guerra y de la subsiguiente derrota. No se podía hablar de esa realidad dolorosa que había supuesto una humillación ante potencias occidentales. Había que practicar la evasión de la realidad, una realidad dolorosa y frustrante.

[4] Pruebas de la importancia que para su vida era el físicoculturismo es que antes de que se casara con su esposa Yoko Sugiyama, mediante un matrimonio arreglado del que nacerían dos hijos, le dejó bien claro que había dos cosas en su vida sobre los cuales ella nunca podría interferir: sus escritos y el físicoculturismo; o de que Mishima dijera que uno de los momentos más felices de su vida fue cuando una Enciclopedia tuvo la idea de ilustrar con una foto suya el capítulo dedicado al físicoculturismo. Su esposa Yoko tuvo que cortar una de las aficiones de Mishima: acostumbraba a llevar a casa desde el gimnasio a un grupo de forzudos de distinta índole, campeones de lucha o halterofilia, y llamaba a un fotógrafo para que los retratase desnudos y untados en aceite (Vallejo-Nágera, 1978:75).

[5] A pesar de que el físicoculturismo encajara en los deseos y las experiencias de Mishima, éste tardó mucho tiempo en conocerlo. Fue cuando ya tenía treinta años, que es una edad en la que empieza a acusarse cierto deterioro físico visible, que vio un anuncio en prensa de esos cursos a distancia que pusiera de moda Charles Atlas. No sabemos exactamente si era un curso de la corresponsalía de Atlas en Japón o de una empresa local, pero lo cierto es que en Mishima se da el proceso iniciático de Charles Atlas, aunque no con un adolescente sino con un hombre de treinta años. Ese hombre de treinta años tendría, sin embargo, muchos complejos típicos de los adolescentes. Era un adolescente de treinta años.

[6] Los relatos de este libro, también semiautobiográficos, habían aparecido durante tres años en la revista de un amigo crítico literario, Takeshi Maramatsu, de ideología derechista y tradicionalista. Describe su búsqueda de la identidad personal. El libro traza su evolución personal desde un adolescente apocado y tímido hasta el hombre que al final fue: un hombre de acción, como se veía a sí mismo.

[7] En 1969 vieron la luz Nieve de primavera y Caballos desbocados. A pesar de que la primera novela había vendido 200 000 copias en dos meses la crítica no fue buena y el sector intelectual japonés le dio la espalda. Mishima había estado cayendo en desgracia con ellos. Sus opiniones políticas le habían alejado de la mayoría de círculo literario de Japón, que tendía a ser más comprensivo con la izquierda en materia política. También su imagen pública impactante lo convirtió en objeto de burla. Un motivo fue su decisión de posar para un libro de fotografías titulado Tortura por Rosas. En el libro había fotos de Mishima semidesnudo. Tras su publicación, muchos de sus críticos más acérrimos sintieron que el escritor había perdido el norte. En el momento de publicarse El Sol y el Acero Mishima se había alejado de la mayor parte de la creación literaria en Japón, con la excepción de su mentor y amigo de mucho tiempo Yasunari Kawabata.  

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